Sólo miraré al cielo una vez. Me empacharé de estrellas premonitorias y no volveré a mirarlo. La luna de Nissán, melosa, como paño de amarguras desatadas entre olivos, redonda como pandero de plata, turgente de luz en mitad de la tiniebla de un mundo huérfano de Dios… esa misma luna acecha agazapada tras las espadañas.
El viernes de dolores siempre me ha transmitido una insondable atracción que mezcla el misterio del amargo preludio de lo que está por venir y la algarabía propia de los prolegómenos cofradieros. Un bullir de sensaciones que empezarán con un aleteo de palmas y olivo para terminar felizmente en la resurrección de aquel que creían muerto en el patíbulo de la cruz. Entre un domingo y otro: la grieta, el miedo, la traición… Sangre y muerte. Tormento y silencio. Dolor y esperanza tras los postigos cerrados a cal y canto.
En la penumbra esperan los capirotes. En reo de muerte se aproxima a su final mientras suena una corneta en la alborada. Pero eso será después. Hoy es Viernes de Dolores y el buen cofrade vela armas en su casa de hermandad. La noche acecha pero aún queda luz en el fanal de los corazones.
Andrés Garrido
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